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‘La casa junto al mar’: un manifiesto contra la crítica desapasionada4 minutos de lectura

por Antonio Rivera
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Hay películas que lo arrancan a uno a escribir. Por mediocres, por pusilánimes y hasta por insultantes; pero eso nunca es agradable, o no debería serlo. Cuando se ama el cine, el despellejamiento de un autor -más o menos ducho, pero al fin y al cabo dispuesto a arrancar algo de sí mismo y cederlo, por amor, a su obra- es el último enfoque al que recurrir. Y hay otras (películas) que lo arrancan a uno a escribir por eso mismo: por amor. Porque encandilan en su intento de atrapar la propia vida a través de una ingenua e imparable adoración hacia su medio y el mundo en el que nacen y se definen.

Robert Guédiguian dirige un reencuentro entre hermanos distanciados propiciado por el decaimiento de su padre enfermo, y cuyo cuidado supone un punto de colisión para las hasta entonces paralelas vidas de sus hijos. Un pueblo pesquero marsellés, ya utilizado como escenario por el cineasta en otras ocasiones, sirve de crisol para que los caminos divergentes de los protagonistas -una actriz desarraigada, un militante de una izquierda desilusionada y el tercero de los hermanos, que se queda en la villa para cuidar al anciano y sacar adelante el negocio familiar- vuelvan a entrelazarse, a medida que nuevas figuras irrumpen en su ecosistema provocando una revisión de los valores y nociones que los han arrastrado hasta este truncamiento de las relaciones del clan.

Como ocurre con el macro-ensayo de Víctor Erice El sol del membrillo (una de mis viejas favoritas), la región en la que La casa junto al mar (una de mis nuevas favoritas) ejecuta su incómodo y sincero baile abarca demasiado como para acotar los temas de su discurso: el tiempo, la vida, la familia. Lo que cada espectador vea (y quiera ver).

Esa dinámica no se aplica, sin embargo, a la posición del francés respecto a dichas cuestiones. El dónde enmarcar los ecos de lo ocurrido en La casa junto al mar corresponde a la interpretación individual, pero el discurso ulterior de Guédiguian anda lejos de ser manipulable. La cinta se aferra a su propósito de lograr la representación más pura y directa de una realidad dolorosamente concreta, esbozando con sangre un acercamiento reposado al carpe diem que desafía a las lecturas panfletarias y superficiales que suelen encontrarse en las salas comerciales.

Pese a que el largo de Guédiguian codicia el tiempo tanto como cualquiera, su maquinaria tragicómica fabrica unas figuras mundanas, imperfectas y risibles que desprenden el olor de la desolación burlona de Aki Kaurismäki, y que más que quemarlo ansían traficar con él. Los personajes de La casa junto al mar corren despavoridos en dirección contraria a la de cualquier tipo de idealización infantiloide, huyendo hacia delante de una situación que ninguno ha pedido, y que finalmente ninguno está dispuesto a ignorar.

Mención aparte (y un monumento) merece la secuencia de la carretera, presentada en formato de cinta roída por los años e hilvanada por una I want you de Bob Dylan que casi acaba debiendo más a la película que esta a la canción. Ya en Pat Garrett y Billy el niño Sam Peckinpah daba cabida a una balada del estadounidense que elevaba a la infinita potencia el misticismo de una escena tan crepuscular como el western de la época. En la obra de Guédiguian el poder enigmático de Dylan se acentúa, si cabe, con la connotación de viaje familiar por carretera al estilo norteamericano que adquiere la escena.

La perfecta sincronía entre el blues de suburbio del estadounidense y el manifiesto vitalista del francés alcanza en ese momento un clímax del potencial emotivo de la obra: las imágenes a las que I want you acompaña fueron grabadas treinta años atrás para la cinta de Guédiguian Ki Lo Sa? (1986), con los mismos actores que ahora parecen trascender el carácter fulminante del tiempo a través de una ensanchada ventana entre realidad y ficción. Es así como las sinergias que florecen entre piezas de la filmografía del director francés fluyen con el mismo rumbo que La casa junto al mar: atesorar cada momento antes de que, citando el libreto de Guédiguian, un balcón frente al mediterráneo se convierta en precipicio.

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