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El poder de hacer feliz4 minutos de lectura

por Javier Quevedo
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Es hora de ir al colegio en un campo de refugiados de Grecia. Los niños hacen cola en la puerta de su clase mientras el profesor se asegura de que todos están callados y preparados para aprender. Finalmente, y después de algunos empujones, todos entran en la clase y se sientan en las sillas de plástico con agujeros en el respaldo, apoyando sus antebrazos en mesas altas y tambaleantes. Las mismas sillas que en otros campos. Las mismas mesas que en otros campos.

Cuando el profesor cierra la puerta, se dejan de oír a los voluntarios conversar con los residentes en el pasillo y se abre la puerta de un espacio seguro y tranquilo. El profesor que está dentro de la clase se pone nervioso, ya que acaba de caer una enorme responsabilidad sobre sus hombros: la de hacer que todos los niños dentro de su clase

  1. Aprendan
  2. Se olviden de la situación en la que están
  3. Se sientan seguros

Es probable que este voluntario no tenga experiencia en la enseñanza, o muy poca. Puede que haya sido monitor en algún campamento de verano. Pero lo que está claro es que hay algo más fuerte que todas las cosas que lo ha llevado a Grecia a ayudar a los refugiados, y por ello va a convertirse en cuestión de días en el mejor profesor que jamás hayan tenido esos niños. Se preguntará dónde están los expertos que tienen la capacidad de ocuparse de eso, o si realmente hay una formación que prepare a alguien para una experiencia como aquélla en la que se encuentra. Y nunca recibirá una respuesta.

Este voluntario anónimo, al que nadie dedicará ni una calle, ni una biblioteca ni un aeropuerto, estará enseñando en Grecia el tiempo que le permitan sus ahorros. Luego volverá a casa para volver a trabajar con un contrato temporal que con suerte le permita recuperar los ahorros perdidos. Su experiencia con refugiados será muy poco –o nada- valorada porque, no nos engañemos, los refugiados no están de moda.

Sin embargo, esos niños refugiados que gritan y corretean por el colegio están cada vez más cerca de nuestras casas. Aunque no sea del agrado de todos –y aunque deberían ser muchos más niños-, los refugiados están inundando Europa gotita a gotita, y llegarán a nuestras ciudades, nuestros pueblos y nuestras escuelas. Su integración será difícil y lenta, evaluar los resultados llevará mucho tiempo, por lo que es difícil saber si las acciones que hacen hoy los voluntarios como el protagonista de esta historia tendrán un resultado mañana.

Lo que sí está claro es que los responsables de que haya una integración positiva y duradera de esta generación de refugiados no se levantan más de unos palmos del suelo, porque son los niños. Ellos y ellas tendrán que transformar nuestra sociedad de tal modo que sea capaz de acoger a personas de una cultura diferente y con un pasado cargado de experiencias traumáticas. Al fin y al cabo, las familias que llegan a Europa son de las pocas afortunadas que han conseguido superar todos los baches impuestos por la guerra –que no son pocos-:

    • Escapar de su país de origen sin ser detectados o detenidos.

 

    • Cruzar Turquía sin que los detenga la policía, que puede matarlos o entregarlos a la policía fronteriza. La policía en Siria encarcela a todos aquellos que han intentado escapar hacia Turquía.

 

    • Cruzar el pedazo de Mediterráneo que los separa de Europa sin que las saturadas barcazas en las que viajan se hundan, y conseguir buen precio y condiciones de seguridad aceptables en el regateo que se lleva a cabo con los contrabandistas.

 

    • En el caso de sirios, iraquíes o kurdos, el asilo está prácticamente garantizado una vez lleguen a Grecia. Para el resto, la cosa se complica. En general dependen de las mafias que se ofrezcan –por cuantiosas cantidades de dinero- a introducirlos de forma clandestina en la zona Schengen, desde donde pueden viajar a los países europeos donde quieren establecerse. Esto, en general, conlleva el riesgo de encontrar a traficantes de personas, traficantes de órganos, secuestradores y similares. Estas personas han operado –y operan- dentro de los campos hoy en día, y muchos refugiados pueden hablar de ellos.

 

  • Esperar en un campo, o en un piso si hay suerte, a que los papeles se resuelvan y así viajar finalmente al país de destino para comenzar una vida nueva.

Si lo piensas, ¿no se merece un niño de 9 años, que haya pasado por todo esto, una oportunidad para recuperar la felicidad? Quizá la mejor manera de ayudar a los refugiados desde nuestras casas es, simplemente, enseñar a nuestros niños y niñas que aquéllos que están por llegar no necesitan nuestro desprecio, porque ya han recibido bastante. Sin embargo, sí que necesitan una acogida calurosa y mucho afecto, y es en nuestra sociedad donde podemos dárselo. Con ello quizá conseguimos, finalmente, devolverles la felicidad que la guerra y la crueldad humana les han robado.

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