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El olvido habita en Grecia3 minutos de lectura

por Javier Quevedo
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El olvido habita en Grecia. Se acuesta a las 4 de la mañana y se pasa las pocas horas que duerme soñando con la guerra. Pasa el resto de la noche en vela, intentando esquivar los recuerdos de bombas, aviones, francotiradores y días violentos: pero siempre se acuerda.

El olvido tiene rostro, tiene cara, tiene ojos, labios y garganta, pero no puede gritar ni puede hacer lo que quiera. No puede cruzar fronteras, no puede trabajar, no puede dormir, no puede opinar. Solo puede callar y asentir, callar y llorar, callar y sonreír y volver a callar en su eterna espera.

El olvido tiene nombre propio, hijos y abuelos. Ha viajado desde lejos para dar una educación mejor a sus descendientes y un cuidado más atento a sus predecesores, que lloran la pena de un país muerto. Un hijo muerto, un nieto muerto, un sobrino, un tío o todos ellos.

El olvido vive en Alemania, en Turquía, en Siria, en Grecia, y es una familia dividida que lleva años sin verse, con la incertidumbre como comensal obligatorio. El futuro se guarda en el trastero, escondido entre la tristeza de lo perdido, el trauma de lo vivido y la injusticia de lo que le rodea. Viste pantalones regalados, faldas de franela en el verano más caluroso. El invierno lo pasó sin bufanda, ni calefacción ni primavera, solo goteras en la tienda de campaña, agua fría, escuelas vacías sin estudiantes y sin mesas.

El olvido llora todos los días, intentando achicar el dolor de un corazón roto y con cadenas. Se ducha, se lava los dientes, come y se acuesta, como cualquier otro ser del mundo con pasaporte, libertad y país de procedencia. Los sueños ya se han desvanecido pero aún hay trabajo por hacer; la esperanza queda. No podemos amilanarnos ahora que estamos lejos de la miseria que nos hicieron pasar los poderosos y los que no tienen vergüenza, los mismos que nos gobernaron y que en el resto del mundo gobiernan, aunque los hayan echado un centenar de veces, aunque casi hayan logrado un par de veces destruir la Tierra.

El olvido tiene amigos en África, en América y en Europa entera. Muchos lo quieren y desean verlo en sus casas, con sus costumbres y sus maneras, pero también tienen enemigos que lo miran, lo odian y lo atraviesan con su rencor y su ignorancia, arma afilada que mata más que una pistola o una espada sangrienta. Sus hijos pasean la amargura del hogar por las callejuelas, donde se encuentran con más amargura de los vecinos que esperan, esperan y esperan. Todos esperan que acabe el problema, que todo mejore y su dignidad les sea devuelta, pero nadie se la quiere dar a no ser que cedan sus sueños, sus raíces y su naturaleza.

El olvido se parece a la pobreza. Tiene su mismo sabor, aunque el aspecto y el olor difieran. Se come frío  insípido, resignado y callado, no vaya a molestar a la riqueza y ésta le recuerde lo lejos que está de lo que tuvo, lo que quiere y lo que había pensado vivir en la adolescencia. “Mañana será un día mejor, o eso espero; pero estoy cansado de pasarme los días luchando: cada semana, cada mes, y ya pasamos del año y no hay tregua”.

El olvido se acuesta ahora, esperando ser escuchado. Aunque sea 5 minutos, aunque sea mientras comen, se lavan las manos y se acuestan. Escucha al olvido porque te enseñará a apreciar lo que tienes y a ayudar, ayudar con lo que puedas: con una sonrisa en tu día a día, con lágrimas, con lo que quieras. Pero no olvides donde duerme la memoria, y ocúpate bien de ella: no dejes que se olvide lo que tu prójimo está pasando ahora y aprende de lo que te enseña. La memoria construye nuestra identidad colectiva y la necesitamos para que nuestras expectativas de un futuro mejor queden satisfechas.

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