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Yo sólo quiero enterrar a mi padre3 minutos de lectura

por Jorge Osma
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Lusito: Y mamá que estaba tan contenta porque había llegado la paz…

Don Luis: Es que no ha llegado la paz, Luis. Ha llegado la victoria

Las bicicletas son para el verano, 1984 (vídeo)

El 1 de abril de 1939, a pesar de lo que dijera años después Manuel Fraga, no había llegado paz, sino la victoria.

Algo tan sencillo y a la vez tan difícil es lo que explica el dolor que en 2007 intentó paliar la Ley de Memoria Histórica.

Tras la victoria franquista, la supuesta buena voluntad cristina de los vencedores sobre los vencidos “en tiempos de paz” se tradujo en ejecuciones sumarísimas, torturas, detenciones y vejaciones que duraron hasta casi el final de la dictadura.

Aquella paz forzosa era más bien un intento generalizado de borrar del mapa a toda persona que hubiera simpatizado con la II República, desde la CNT hasta los conservadores del PNV.

Las atrocidades cometidas en ambos bandos durante el conflicto nunca se han puesto en duda por parte de ninguna persona cabal. La diferencia es que mientras unos fueron enterrados con honores y reconocidos como “caídos por Dios y por España”, otros fueron condenados al olvido. Pero, afortunadamente, vivimos en un país con una alta esperanza de vida, y muchos familiares han podido vivir para combatir ese olvido.

Ascensión Mendieta, una guadalajareña de 91 años que conocimos gracias a El Intermedio, tenía 13 cuando su padre, Timoteo, sindicalista de la UGT en Sacedón (Guadalajara), fue ejecutado. Era noviembre de 1939. La guerra había terminado hacía 7 meses.

 

Al igual que muchos otros rojos, Timoteo no tuvo derecho a ser enterrado en una tumba donde sus familiares pudieran ir a verle, ningún “enemigo de España” merecía “cristiana sepultura”. Fue enterrado en una fosa común junto a otras 5 personas y su familia condenada al silencio.

Ningún gobierno democrático se atrevió a luchar por los ciudadanos anónimos enterrados en fosas y cunetas hasta 2007.  Devolver la dignidad a españoles cuyo único delito había sido pensar libremente suponía “reabrir heridas”. ¿Acaso algunas estaban cerradas?

En las palabras de Ascensión Mendieta no se aprecia revanchismo. Su voz deja entrever la dulzura infantil de una niña que sólo quiere saber dónde estará el cuerpo de su padre, junto al cual quiere que se la entierre.

Ayer, Timoteo llegó, gracias al incansable trabajo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, al Cementerio Civil de Madrid. No, no han sido nuestros impuestos y la acción del Gobierno de un país democrático los que han costeado que Ascensión pueda velar a su padre.

Pi i Margall, Dolores Ibárruri, Pablo Iglesias, Francisco Giner de los Ríos o Pío Baroja son algunos de los nombres que velan ahora a Timoteo. Y lo hacen en un cementerio cuyas paredes fueron usadas como paredón en esa España “de paz”.

Quizá, si devolver la dignidad a un ciudadano permitiendo que su hija de 91 años le pueda dar un último adiós es “reabrir heridas”, deberíamos repensarnos nuestro papel no sólo como ciudadanos, sino como seres humanos.

Que la tierra te sea leve, compañero Timoteo.

Ascensión Mendieta, junto a los restos de su padre, este sábado en Madrid. JUAN MEDINA (REUTERS) / ATLAS

 

 

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