A mierda. Así huele la guerra. El mundo huele a guerra, al menos eso me parece a mí. Ochenta años son muchos, sobre todo cuando el hedor no termina. Hay veces que el mundo se perfuma por encima de sus olores sudorosos, como intentando olvidar la guerra, pero siempre vuelve a aparecer ese olor a guerra.
Las bombas caían en Guernica hace ochenta años y no se podía respirar allí. No se podía respirar en España entera, porque por entonces todo era Guerra. Unos años más tarde la mierda, que es la guerra, en forma de pandemia derrocó el reinado de una Europa eufórica, como ya derrocó en Guernica el buen olor de la democracia.
Ochenta años desde que la mierda cubrió Guernica y motivó al artista a denunciar la guerra caída del cielo. Después de tanto tiempo, tras el triunfo del dictador belicoso, ya muerto el mismo pitufo maléfico que decoró España del más nauseabundo olor, el cuadro sigue vivo. Las pinturas recuerdan que la guerra huele a mierda, ya lo he dicho, pero recuerdan que la guerra siempre huele a mierda.
Parece que el perfume de occidente, cargado de un glamour y una tensión sexual resuelta, ha conseguido edulcorar por siempre la mierda. Al menos ha servido como barrera de olores que irradian desde otros guernicas lejanos.
Quizá es tiempo de recordar por qué alabamos una obra cubista de siete por tres, que, con blanco y negro, desnuda la realidad humana. No es solo la barbarie ocurrida lo que el Guernica debe evocar, más bien la barbarie presente y que está por llegar, pues el hedor belicoso de este cuadro sigue presente hoy en nuestro mundo postmoderno.
Esa bombilla deformada que el artista pintó sobre aquel caballo que gritaba de inocencia ante el olor de las bombas sigue encendida. Ochenta años y nadie apaga la bombilla de la guerra…