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Nueva York está gris, al igual que el cine de Woody Allen3 minutos de lectura

por Andrea López
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Un café se enfría al fondo de la barra. En el centro de la pista, dos almas: una marchita y la otra delicada, envuelta en plástico de burbujas que amortigüen la caída. Bailan al compás de una canción antigua, al borde de una ciudad que truena y empapa los vestidos y los sueños. Una Nueva York gris, confundida con una historia prometedora, que se convierte en pasado demasiado pronto. Al igual que las vidas de los protagonistas, que se separan para unirse más tarde en otro punto, en otro silencio sostenido que alberga un futuro mejor. Para ambos.

Gatsby y Ashleigh, interpretados por Timothée Chalamet y Elle Fanning, son dos adolescentes adinerados que viven el privilegio de acudir a uno de los institutos más reputados de la ciudad y poder viajar sin mirar antes la cartera. Dos jóvenes aparentemente enamorados e inmersos en dos burbujas paralelas, que caminan cerca, pero sin rozarse, con amplias diferencias que se dibujan paulatinamente en la película, a través de diálogos y diversas situaciones. “No sé qué quiero ser en la vida” es la arista que perturba a Gatsby. “Una estudiante de periodismo nunca ha ganado el premio Pulitzer, ¿verdad?”, es el cómputo que describe a Ashleigh, una periodista cuyas preguntas nunca son contestadas, que viaja a Manhattan con Gatsby para modelar un reportaje sobre el cine de Roland Pollard y termina flirteando con él y con el resto de personajes famosos que se cruzan en su camino ese mismo día. Un destino que se empeña en alejarla de su novio, una ciudad que la atrapa de manera irracional mientras él se entretiene jugando al póker en clubs de alterne.

Los diálogos son probablemente el mejor aliado de unos personajes insulsos, con una cuestionable química (incluso cuando aparece en escena Selena Gómez para conquistar al apuesto protagonista) y nada profundos, sino más bien un tanto decepcionantes. Unos diálogos que enganchan y convierten una situación inverosímil en una ironía constante, transformando la película en una sucesión de catastróficas desdichas que puede llegar a resultar divertida. Un encanto que a sus 83 años Allen no ha perdido y que queda reflejado en cada una de sus obras, alcancen o no el trasfondo que el director está buscando. Encontrado esta vez (brevísimamente) en el personaje de la madre de Gatsby, que desvela a su hijo su verdadero pasado en una habitación oscura y vestida con sus mejores galas: la reina de la tragicomedia.

Como él, “Allen, El Rey de la Tragicomedia”, que empaña la pantalla de lluvia mientras narra un día surrealista (y lleno de momentos de humor) en la vida de dos jóvenes que no llegan a pasear nunca juntos por Manhattan, aunque ese era su primer plan. El amor les juega una mala pasada y revuelve sus pensamientos, antes claros y sencillos, deformados tras la lluvia. En Nueva York recae ese peso y en todo lo que puedes vivir en un lugar así, que parece converger ese día. Mientras una taza de café se enfría al fondo de la barra y el cine de Allen parece albergar el mismo destino.

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