Terrorismo, ETA, abertzale, Euskal Herria. Hay palabras que van ligadas a un territorio, a un país, a la Historia y, sin embargo, muchas veces se desvanecen rápidamente del imaginario colectivo de algunos.
El 20 de octubre de 2011 ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada tras 40 años de lucha política basada en el terror y 829 personas asesinadas.
A pesar de que han pasado 9 años desde aquel histórico día, a ningún ciudadano vasco se le pueden arrancar de la memoria tantos años de tensión social, por mucho que el proceso de convivencia siga su curso. Mientras, en el resto de España, ETA comenzaba a sonar, especialmente para los menores de 20 años, como unas siglas más estampadas sobre las páginas del libro de Historia que hay que memorizar para el examen de acceso a la universidad.
Pero entonces, ETA volvió. Volvió a través de nuestras pantallas y de las plataformas digitales que nos han convertido en espectadores caprichosos de una televisión «a la carta».
Sin embargo, esta vez hemos podido conocer esos rincones o puntos de vista de la historia de la banda terrorista que sólo pueden contemplarse desde la paz, y con suma delicadeza para no dinamitar el proceso de convivencia en larga y lenta construcción.
Quizá para muchos Melitón Manzanas no era más que un personaje de la canción El hijo de la abuela de Rozalén, pero desde que Antonio de la Torre puso rostro al comisario de la Brigada Político-Social pudimos ver su doble perfil de torturador y buen padre, euskaldún y segunda víctima mortal de ETA. Fue en La línea invisible, en Movistar Plus, a partir del 8 de abril, en pleno confinamiento. Y hasta quizá llegamos a entender (que no justificar) esos primeros años de la banda que llevaba como bandera no sólo la independencia de Euskadi, sino también la lucha contra la dictadura, a punta de pistola desde el primer asesinato cometido por Txabi Etxebarrieta (Àlex Monner) a un guardia civil.
No histórica pero sin embargo sí más cercana e intensa es la mirada ficticia de Aitor Gabilondo, director de Patria, basada en la novela de Fernando Aramburu.
En un pueblo sin nombre concreto, que podría ser cualquiera de esos municipios dormitorio que salpican las áreas metropolitanas de Bilbao o San Sebastián, hemos vivido el drama de quienes no sólo tenían que convivir con el dolor por el asesinato de sus familiares, sino también el desprecio social de sus vecinos. Por miedo algunos como el bondadoso Joxian, por afinidad con «la lucha» etarra (y amor a sus hijos gudari) otros como la propia Miren.
¿Cuántas Bittori, mujeres, hermanas o hijas de guardias civiles, concejales, diputados o empresarios han tenido que llorar a sus muertos en silencio? ¿Cuántos Xabier intentaron que sus padres abandonaran la tierra que les vio nacer para salvar sus vidas?
Lo convincente de las letras de Aramburu y las secuencias de Gabilondo es intercalar (que no equiparar) este dolor con el paulatino acercamiento de un joven abertzale cuyo futuro en una Euskadi en plena reconversión industrial no parece albergar muchas luces a ETA. Cómo las manos que colocan pósters de la entonces Herri Batasuna en las paredes acaban sosteniendo cócteles Molotov primero y pistolas automáticas después.
Joxemari es un etarra como muchos o como ninguno, pues cada uno provenía de familias de aquí y de allá. Vascos desde la cuna, pero incluso también hijos de maketos. Hermanos de quienes podían amar el euskera (como Gorka) pero no la lucha armada o de quienes se casaban con quienes «no eran de allí» como Arantxa. Algunos terminaron por pedir perdón (como Joxemari) e incluso se reunieron con su correspondiente Nerea para conocer los efectos de sus disparos o sus detonaciones. Otros sólo esperan ser recibidos con aplausos en sus barrios y pueblos por quienes aún piensan que la sangre tenía un porqué.
Hay quienes han tachado esta ficción de su lista de pendientes en las frías tardes de otoño por mostrar una incómoda realidad que no por ser casos aislados (hay informes contradictorios) dejaron de ser reales. Las torturas policiales en democracia (no equiparables a las de los cuerpos franquistas que en ocaciones terminaban en muerte) forman parte de una lucha que Don Serapio, el párroco y confesor de Miren, califica interesadamente como «de David contra Goliat».
No han entendido nada quienes, aunque sea desde la ficción, no admiten que es compatible condenar el terrorismo, apoyar a los familiares del Txato y a la lucha de las fuerzas policiales, con compartir el sufrimiento maternal de Miren por tener que atravesar España para ver a su hijo.
Recientemente el periodista Gorka Landaburu, que perdió dos dedos por un paquete bomba de ETA en 2001, confesó en Twitter no alegrarse por el acercamiento de una de sus ejecutoras a una cárcel vasca, pero sí por su familia.
Hoy me he enterrado que han acercado a Oskarbi Jauregi, a la carcel donostiarra de Martutene. La etarra condenada a 50 años de prisión por diversos atentados, participó en el envío del paquete bomba que me mutilo.
No me alegro por ella pero si por su familia.— Gorka Landaburu (@G_landaburu) November 12, 2020
Y es que tras el abrazo de Miren y Bittori, que da comienzo a nuestro frágil presente, si necesitamos dosis de realidad que nos retrotraigan a aquellos años en que llegamos a ver como dolorosamente habitual escuchar las noticias de coches bomba un día y asesinatos a punta de pistola el siguiente, no tenemos más que ver El desafío de ETA, la historia de la lucha de la Guardia Civil contra la banda.
Sea cual sea nuestro plan frente a la pantalla, no dejemos nunca de leer, de contrastar y, sobre todo, de reflexionar sobre lo frágil que puede ser la convivencia, lo intenso que puede ser el dolor, y lo trágico que desencadena el odio.