No será esta la primera ni la última vez que escriba sobre el destino. Aunque no crea en él. Si la vida se divide entre el destino y la casualidad, yo estoy del lado de la casualidad. Siempre. Pero de una casualidad coqueta, llena de matices, sorpresiva, extraña, un poco cabrona a veces, preciosa y amable otras. La casualidad a la que yo llamo «poética» para darle algún sentido a algo que no acabo de entender.
Ejemplos. La vida hace que un día cualquiera de diciembre ande perdida por Montevideo buscando mi hostel y decida entrar a preguntar la dirección en un bar. El camarero me indica entre amable y cansado dónde está mi alojamiento (a dos calles del bar). Como veo que es un restaurante de cervezas y hamburguesas bastante apetecibles decido que iré esa noche a cenar allí. Llego al hostel. Viajo sola. Habitación compartida. Mi compañera de habitación sueca empieza a hablar conmigo. Me cuenta que hay una zona de bares cercana que está muy bien para salir. Salimos. Se me olvida el plan inicial de las hamburguesas. Paso una noche estupenda. Al día siguiente me encuentro de nuevo en la habitación del hostel y leo un tweet de Jorge Drexler (a quien escucho, admiro, adoro) en el que expresa su gran agradecimiento a los dueños del bar donde la noche anterior cenó. Él solo y su banda. En el bar. Podéis adivinar en qué bar estuvo cenando… ¿Destino o casualidad?
Un tiempo después, la vida me lleva a pillarme perdidamente de una persona. Cuando las cosas se rompen, dejamos de hablar. Aunque a veces seguimos comentando películas. Yo digo que el miércoles quiero ir a ver una película cómica. Él dice que quiere ver una de miedo. Cada uno irá con sus amigos y no volveremos a hablar en meses. Mis amigos deciden, en el tiempo de descuento, que quieren ver la de miedo. Yo reculo, me lo pienso, odio las pelis de miedo. Al final voy. En la cola del cine le veo. Está comprando las entradas y me alejo para entrar en la sala rápidamente. No le veo al salir. Le pregunto con un escueto mensaje que qué tal la película. Al final fue a ver la cómica, es la que quería ver su amiga. No nos encontraríamos en mucho tiempo. ¿Destino o casualidad?
Pienso que la casualidad poética lo es todo. El sentido que le damos a las cosas. Que hoy esté aquí escribiendo es fruto de muchas casualidades. Que haya hablado con ciertas personas, visto ciertas películas, leído ciertos libros, estudiado ciertas asignaturas, que esté trabajando en cierto lugar, viviendo en cierta ciudad, incluso que haya ido a ver una obra de teatro concreta en un día concreto es casualidad. Aunque quizá todo tenga un sentido mayor al que yo desde luego no tengo acceso ni osaría tenerlo, me inclino, a riesgo de equivocarme, a asegurar que el sentido viene de nosotros mismos. Me explico. Hablemos de Edipo (pequeños SPOILERS). Se pone una venda en los ojos. Se ciega. Su destino le ha llevado hasta allí, qué más podría hacer. Wow. Y yo, que estoy viendo la obra muy atenta con mi único ojo funcionante (el otro lo tengo tapado después de una operación que me han realizado esa mañana), me parece que lo que estoy viendo es necesario en este momento, es importante para mí, es la vida que me saluda así, como de refilón. «Ey, hola, por aquí andas. Qué bien. Estás ridícula con ese parche, pero mira qué obra más guay te he llevado a ver. Y fíjate, alguien con venda en los ojos, como tú». Y entonces pienso: «Que le jodan al destino. Estar viendo esto forma parte de la poesía de la casualidad y voy a disfrutarlo antes de que me vuelva tan pragmática que evada el sentimiento trágico de la vida».
So.
El otro día fui a ver Edipo, la obra que se está representando actualmente en el Teatro Español de Madrid. Y me pareció una maravilla. Es el mito de siempre, sí. Y luego un despliegue de tecnologías, coreografías, dirección, guion y actuaciones maravillosas… el combo. No hay minuto de la obra que no te intrigue. Comienza sin pronunciar palabra. Un cuerpo, una máscara, una frase proyectada. Y ya estás dentro. Trasportándote a la época griega con la tecnología del siglo XXI. Como si las tragedias escritas hace tantos años estuvieran más vigentes que nunca. Y entré de lleno.
A raíz de esto, un pensamiento. Hay una cosa que hago a veces cuando estoy viendo una película, leyendo un libro, escuchando una canción o viendo una obra de teatro. No siempre, pero cuando me acuerdo, durante unos segundos, intento recordar quién soy, dónde estoy, qué hay a mi alrededor. Miro un segundo el borde de la pantalla, del escenario o del libro, vuelvo a la realidad para darme cuenta de la ilusión, y luego regreso de lleno al arte. No sé si es recomendable. A veces se me va la pinza, lo siento. Estos momentos de desconexión ocurren quizá más al principio y luego ceden o se incrementan dependiendo del interés suscitado. Sin embargo, hay ocasiones en las que la desconexión se me hace imposible. El cerebro se aúna con lo que sea que esté viendo, leyendo o escuchando y ya no recuerdo quién soy o por qué estoy allí, ni siquiera durante un segundo. La historia soy yo, su vida es la mía, sus preocupaciones son las mías y la absorción es tal que quizá no vuelva jamás a ser la misma. ¿Puede esto ocurrir en realidad? Dicho así parece una exageración de snob, una confesión de juguete. Pues bueno, me pasa. Que el arte te haga sentir cosas, lo que sea, es su fin. Que el arte te haga sentir cosas todo el tiempo, no te deje respirar, te acorrale, te acribille, te seque los ojos, te tape los oídos, te haga salivar, te desregule la temperatura corporal, te excite, te revuelque, te golpee, te acaricie, te morree, te insulte, te alabe, te renueve, te enseñe, te sorprenda, te sane, te rompa; es su aspiración.
El otro día, en el teatro, no tuve momentos de desconexión. Quizá sí de hiperconexión. Por eso esto del destino. Yo me creí Edipo. No quiero matar a mi padre, no quiero yacer con mi madre, no quiero perder la vista. Pero durante el tiempo que estuve en la butaca yo sí que luché contra mi destino y no lo conseguí. No querría destripar el mito. Pero resulta que a Edipo le persigue esto que llamamos «destino». Pero si el destino no existe, ¿no? No podemos saber si es que acaso los griegos pensaban que la casualidad y el destino eran lo mismo, pero que no tenían otra manera de expresar las vicisitudes de la vida. O lo de las hostias que te da la vida. O quizás sus dogmas les llevaban a creer que ya todo estaba escrito.
La conexión fue tal que, por un momento, me revolví en la butaca contra un destino que no existe, pero que, visto allí, narrado por un Alejo Sauras realmente convincente, parecía ser toda mi vida. Cada uno de los actores pronunciando una frase perfectamente escrita, las luces azules y blancas, las proyecciones, los actores subiendo y bajando una escalera aparentemente sin fin como un trayecto en el que el final se repite eternamente y un protagonista cuyas acciones intentan desvirtuar el futuro marcado acabando, sin embargo, acercándose cada vez más a él. Mi vida era eso, ¿no?
La eterna discusión entre destino y casualidad no acabará nunca. Ilusos, poetas o creyentes, así se llama a veces a los defensores del viaje marcado en los posos del té o en la palma de la mano. Quizá es que no hemos entendido nada. Quizá yo no haya entendido nada. He dedicado tantos años a desterrar el concepto de destino, que quizá haya conseguido lo contrario. ¿No es esto lo que le pasa al pobre Edi? La huida constante de lo que no entendemos. El significado que necesitamos darle a las cosas para no llorar por las noches. Las vueltas a la cabeza para comprender por qué nuestra vida discurre en determinada dirección. No sé. Por qué no me quiere. No sé. Por qué no soy feliz. No sé. Por qué estoy haciendo esto. No sé. Como siempre digo, somos débiles de la hostia. La vida nos derrota y tambalea. Y al mismo tiempo, creamos hasta lo impensable para seguir viviendo. Y es eso, que quizás el arte nos salve de la vida.
En este momento, me he perdido en mis propios pensamientos. Intento justificar mi vida, darle sentido a mis actos, y no puedo. Y me frustro. Y dejo de ser yo. O quizás nunca se pueda dejar de ser uno mismo, porque incluso en estos momentos, en los peores, en los de angustia extrema, en los de ira y desorden, en los del dolor y abatimiento, en los de incongruencia y estupor, incluso en esos, seguimos siendo nosotros. Afrontando mucha mierda, sí. Pero nosotros. La vida nos hace serlo. Algo así comentan también en la obra, que por otra parte tiene una base psicológica importante.
Cada uno tenemos nuestras herramientas para seguir adelante. Mi favorita es llamar a las cosas que no entiendo «casualidad poética» y así explicar que dos hechos que de por sí no tienen relación alguna, la tengan, porque en mi cabeza la han tenido. Como cuando te gusta alguien y de repente te habla de tu película favorita. ¿Destino o casualidad? Probablemente casualidad, pero no le vayamos a quitar la poesía a la vida tan pronto.
Vayan a ver Edipo. Casualmente hay entradas.