Black Mirror es mucho más que una excelente serie de alto impacto, es un reflejo inquietante sobre las profundas consecuencias que tienen a veces, en su lado más oscuro, los avances tecnológicos para la sociedad en la que vivimos. Más que una crítica hacia la tecnología del futuro y a la comunicación virtual en general, es una advertencia al uso que hacemos de ella y a la forma en la que estas herramientas han logrado convertirse en una parte inherente de cada uno.
El primer capítulo de la tercera temporada nos muestra un mundo virtual en el que las redes sociales han permeado todos los aspectos de la vida cotidiana de las personas. Cada una es calificada según los likes que obtiene por parte de los demás, donde los más puntuados se sitúan en la parte más alta de la pirámide social y alcanzando un estatus de reconocimiento que los diferencia de aquéllos que consiguen los peores resultados, relegados al conjunto de los ‘’no deseados’’ de la sociedad. Esto ya está pasando, nos está pasando. La importancia de las apariencias y la obsesión por fotografiar todo nuestro entorno a la perfección por miedo a dar una mala impresión a nuestros seguidores está condicionando nuestra manera de ser y sobre todo de estar.
Son múltiples los estudios que señalan que tendemos a aparentar y sobre todo a mostrar lo mejor de nosotros mismos en nuestros perfiles sociales con el fin de buscar la aprobación de los demás. Sentir un atisbo de envidia ante una publicación de alguien en un viaje a las Maldivas o de un apetecible desayuno en un hotel de lujo es algo normal, pero no lo es tanto si la reacción ante las experiencias de vidas idílicas que vemos en las redes sociales llegan a provocar sentimientos de soledad, frustración, depresión o ansiedad como dice un experimento realizado por Royal Society for Public Health (Reino Unido) sobre la exposición constante a la que estamos sometidos.
¿Estos son los verdaderos sentimientos que han conseguido estimular los llamados influencers hacia sus seguidores? Dudo mucho que se deban generalizar esas emociones y mucho menos señalar a los más jóvenes como víctimas de esta nueva ‘’enfermedad’’ como califican muchos sociólogos. Sin embargo, sí que creo y resulta más que obvio que la búsqueda del aplauso virtual a la exhibición de nuestras vidas a diario es una especie de adicción a la que deberíamos ponerle freno. Me incluyo a mí misma porque yo también formo parte de esta nueva práctica social en la que muchas de las veces es más importante colgar la foto que vivir el propio instante.
Selena Gómez contaba en una entrevista que estar conectada con la gente es una sensación maravillosa pero hay que poner barreras, porque a veces es demasiada información. El reto según la cantante es saber separar “lo que ves en tu teléfono de lo que realmente es tu vida”. Y esa es la gran paradoja para nosotros, los jóvenes somos nativos digitales y el hecho de estar conectados forma parte de nuestro ADN. Comunicarnos, interactuar con los demás, formar parte de ese universo es una actividad vital a la que no vamos a renunciar, porque es un nuevo lenguaje social que nos pertenece y en el que vamos a desenvolvernos el resto de nuestra vida.
Las ventajas que nos ofrecen las redes sociales son también infinitas, desde una comunicación instantánea, hasta un sinfín de oportunidades profesionales además de diversión, información y apoyo solidario. Sí, es cierto que por contra son un océano de bulos, trampas, ruido de todo tipo y un paraíso para los insaciables del desprestigio y la difamación.
Mejor será que aprendamos a gestionar todo esto, a proteger nuestros espacios más íntimos y personales, a utilizar sus grandes posibilidades y a sacarle el máximo provecho sin por ello ‘’caer en picado’’ como en el título de un capítulo de Black Mirror.