Cuando se reflexiona acerca de cómo nacen los liderazgos políticos y en cómo esos líderes construyen (sí, construyen) su imagen política, seguramente haya un sector de la población que piense que se trata de un proceso espontáneo y natural, donde una persona de forma casi «mesiánica» emerge de entre las masas en un momento idóneo y aprovecha sus características personales innatas para articular un proyecto político en torno a su persona. A su vez, un sector más políticamente desencantado pensará que se trata de un proceso totalmente artificial, donde una serie de grupos con mucha influencia «eligen» a alguien más o menos desconocido, y crean un producto de laboratorio diseñado para persuadir a los ciudadanos, una especie de «Ken» de la política.
Probablemente, ambos sectores tengan una parte de razón y la respuesta más acertada sea una mezcla de las dos opiniones, porque un buen producto político se construye partiendo de las características previas de la persona, pero moldea esas características para convertirlo en un perfil más atractivo, modulando esos rasgos en función de las preferencias políticas existentes y ocultando aquellos elementos que puedan restar valor a «nuestro líder». Aunque la construcción de liderazgos no es una ciencia exacta, hay algunas certezas sobre este proceso, como que un liderazgo se construye de forma colectiva, logrando que un conjunto determinado de la población, los públicos objetivo, identifiquen una serie de atributos en un líder político.
Estos atributos, son cualidades que definen a un líder y en torno a las que dicho líder articula sus mensajes, actos y estrategias. Generalmente son cualidades o atribuciones abstractas y subjetivas, pero que surgen de elementos concretos y deben ser coherentes con ellos, pues no podemos construir un liderazgo carismático, tenaz y «aventurero» en torno a un hombre de 80 años y de perfil técnico. Conviene también tener en cuenta que un líder es una persona y no un producto, y como tal, su imagen estará articulada en torno a varios atributos que se manifiestan además asimétricamente en él, por mucha capacidad que tenga dicho político en «amoldarse» a las directrices recibidas por parte de sus asesores. Normalmente, aquel candidato cuyo liderazgo (y los atributos que lo componen) concuerda de forma más eficaz con las necesidades políticas de la ciudadanía en un momento concreto, es quién logra persuadir al electorado.
Cuando uno se plantea o pregunta a su alrededor qué cualidad la más importante en un político o una política, seguramente de forma casi unánime la respuesta será la honradez o la honestidad. Este razonamiento parece bastante lógico, pues cuando un ciudadano toma la decisión de practicar un ejercicio de confianza en un líder a través del voto, lo mínimo que espera es que esa persona sea «de fiar», que tenga fines nobles y que se comporte como «una buena persona». Además, los (escasos) datos demoscópicos relacionados con la valoración de atributos en política, refuerzan esta idea: la cualidad que más se valora en un líder político es la honestidad. Sin embargo, cuando se reflexiona sobre los principales liderazgos políticos del país, es difícil pensar en un perfil que haya sido construido en torno a atributos como la honradez, la bondad o la limpieza, aunque todos intenten mostrarse como políticos limpios e íntegros ante su electorado. Esta afirmación no implica que los votantes no suelan considerar a su líder una buena persona, sino que, cuando se piensa en una o dos cualidades que caracterizan el estilo de liderazgo de un político, probablemente ninguna sea la bondad o la honestidad.
Realizando un breve repaso por los principales liderazgos del país, es fácil darse cuenta de que la bondad no es una cualidad que articule el liderazgo de ningún candidato nacional. El presidente Sánchez, por ejemplo, ha basado su liderazgo en la tenacidad, en ese extraño gusto por estar siempre al filo de la navaja, sin miedo al riesgo o la derrota, y en una indudable soltura en sus relaciones europeas e internacionales. Feijoo, a su vez, ha construido su imagen en base a la capacidad de gestión, la moderación y la previsibilidad, presentándose a su público como alguien sensato que va a traer estabilidad, mientras que Abascal, con una historia de vida muy particular, ha construido su liderazgo en torno a la valentía, en su fuerza y carácter para enfrentarse a sus particulares enemigos, evocando en numerosas ocasiones una imagen de héroe medieval montado a caballo. Más curioso es el caso de Yolanda Díaz, pues, aunque se hizo un esfuerzo por caracterizarla como alguien cercano, un liderazgo feminizado centrado en los cuidados, probablemente cuando mayor popularidad se granjeó Díaz fue en su etapa más ministerial, donde se caracterizó por ser una líder eficaz, bien preparada y con buena capacidad de gestión, mostrándose más seria y técnica que en su nueva etapa, que parece no haberle funcionado tan bien como la primera.
Respecto a los liderazgos autonómicos, el gran rostro político que se nos viene a la cabeza es el de la todopoderosa presidenta de Madrid Isabel Díaz Ayuso, que, por mucha adoración que pueda provocar en sus seguidores, no destaca precisamente por hacer uso de la honestidad o la empatía como elementos claves en su imagen como presidenta de Madrid, sino en el carisma y la fuerza en la defensa de su modelo de sociedad, erigiéndose como un bastión de la libertad. Ni siquiera en casos como el de Salvador Illa o Juan Manuel Moreno, rostros mucho más «amables» que el de la baronesa madrileña, se observa una clara caracterización de ambos casos como líderes honestos o buenos, sino como perfiles moderados y cercanos, dialogantes y buenos gestores, con un cierto «abandono» de elementos más morales o ideológicos.
Pero entonces, si todos los líderes quieren ser vistos como «buenas personas», y para los ciudadanos es muy importante que sus representantes políticos sean honestos, ¿Por qué nadie basa su liderazgo en atributos relacionados con la bondad?
Una posible explicación, es que ninguno de los líderes reúna las características para poder ser considerado por una gran parte de la población como alguien honesto, aunque parece difícil pensar que esto sea así. Una explicación más plausible, es que probablemente hayan valorado sus posibilidades, y hayan concluido que ser un «buen tipo» no salga tan rentable políticamente como parece. Y es que, en una sociedad tan polarizada y claramente dividida en bloques, se antoja bastante complicado ser considerado por unos y otros como alguien honesto e intachable, e, incluso consiguiéndolo, probablemente ni siquiera ello suponga un apoyo electoral tan grande, lo que un profesor mío catalogó como «el efecto Julio Anguita» (todo el mundo me aprecia y habla bien de mí, pero nadie me vota). Por tanto, no parece que merezca la pena emplear un esfuerzo tan grande para conseguir un resultado tan incierto.
En ese sentido, puede ser que, en tiempos de incertidumbre, la ciudadanía exprese que valora mucho la honorabilidad de sus políticos, pero después priorice otros atributos como su capacidad de gestión, su capacidad de conseguir recursos (líder conseguidor) o su carisma, y que exista un gap perceptivo entre lo que creemos creer y lo que verdaderamente creemos. Y es que, después de todo, quizás España no sea un país para buenos.