Coordinados y necesarios como las teclas de un piano, con sus negras y blancas, su armonía y su sonido.
Teclas con la fragilidad y la sensibilidad de la piel más humana, capaz de sentir y llorar con el roce de las yemas de los dedos.
Un roce que regala música para el deleite, para el despertar de los sueños, para la inopia de las pesadillas, el canto de un pájaro en mitad de la noche, el susurro entre sirenas de bomberos, el agua de manantial del desierto más árido del corazón.
Luz que brota a raudales, la esperanza que decae y vuelve a nacer como una mariposa emancipándose del capullo. Voces que callan oídos, tímpanos que resuenan en la boca tras escupir palabras necias.
Cambiamos de tecla, buscamos el sonido, nos encargamos de que encaje a la perfección, van cayendo como días en las hojas de un calendario publicitario, como los amores en cada esquina, como las agujas del reloj a partir del mediodía, como los pelos de tu mascota en la ropa, como las estrellas en San Lorenzo, como la lágrima que brota del lagrimal acariciando tu mejilla.
La nota perfecta anotada en un pentagrama, el olor a libro nuevo, rotuladores de colores a mansalva, el corazón limpio y sano, curado de espantos, de desamores, de tormentosas noches que alargaban la agonía de una condena eterna para la mente de los que aun siendo fuertes por fuera acaban debilitándose por dentro.