En 1991, Eleanor Coppola estrenaba Corazones en tinieblas, cuyo título original incluía la coletilla A filmmaker’s apocalypse, y que alegorizaba el estrepitoso desastre que supuso para su esposo el misérrimo rodaje de Apocalypse Now. El reflejo de la inacabable desgracia de Francis Ford Coppola durante la realización del filme surgía de la propia trama de su cinta, que a su vez actualizaba al Vietnam de los sesenta una arriesgada travesía por el río Congo descrita en un relato breve del siglo XIX. Una década después, la película de Eleanor encontraría su homólogo en Perdidos en La Mancha (Keith Fulton y Louis Pepe, 2002), que documentaba los infructuosos esfuerzos de un desesperado Terry Gilliam por sacar adelante su cinta sobre Don Quijote, objetivo que ha acabado tardando veintisiete años en cumplir. Esta personal odisea del realizador en tierra hispana cristaliza en el reciente estreno de El hombre que mató a Don Quijote.
La acción se desarrolla en un estereotipado pueblo de la meseta española de nuestros días, en el que un descreído director de cine se encuentra filmando una cinta sobre el Quijote, y que resulta ser una revisión de una pieza que filmó con habitantes locales –como el anciano zapatero que dio vida a su Alonso Quijano– en sus idealistas tiempos de estudiante. Al igual que Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores, que el estadounidense codirigió con Terry Jones, la cinta de Gilliam sobre el hidalgo de La Mancha ensalza la figura de un desgraciado (y torpe) soñador que ni pertenece al ambiente en el que pretende cumplir su cometido ni está preparado para la empresa que trata de llevar a buen puerto. El argumento resuena en el propio Terry Gilliam, un norteamericano acogido entre las filas de los británicos Monty Python, y que aparece descastado tras la agotadora producción del filme. Además de tener una denominación de origen eminentemente estadounidense, de rodarse en territorio español y de contar con el apoyo de RTVE y Movistar+, la cinta se presenta en sus créditos finales como una producción española, belga, francesa y portuguesa; materializando el batiburrillo de posiciones difícilmente conciliables que la película adopta para aproximarse a su contenido en según qué momentos.
La dirección no podría alejarse más del registro documental, pero la historia mostrada es la del propio Gilliam, descorazonado y perdido en las áridas explanadas manchegas. El norteamericano, tras casi una treintena bregando con el filme, resulta torpe y cansado; preso de su propia escena y esclavo de una histriónica opereta de imaginería cervantina que acaba desbordando su relato. Como en Los caballeros de la mesa cuadrada, el universo de la historia se desglosa al compás de la trama, y no al contrario: son los designios de un realizador y guionista caprichoso y metomentodo los que guían a los desventurados personajes por el cosmos del que esta vez ha hecho acopio Gilliam, despreciando cualquier tipo de justificación argumental. El cegador despliegue de inventiva que el director exhibía en El imaginario del Doctor Parnassus no se advierte aquí, y en su lugar únicamente encontramos una narración que salta de un núcleo a otro a lo largo de un relato de indolente inspiración quijotesca y aparentemente improvisado sobre la marcha.
Si hay algo que reconocer a Gilliam en su película, es la autoconsciencia de todos los elementos presentes. El hombre que mató a Don Quijote está poblada de metalenguaje, como el metraje que el cineasta protagonista preparó como una cinta amateur más de diez años antes del momento retratado, y que adopta los estilemas del también accidentado pero inacabado Don Quijote de Orson Welles. Estas referencias aparecen como un recurso constante en el filme de Terry Gilliam ayudando a desenfadar un relato que de otra manera resultaría engorroso; y sin embargo, no consiguen salvar su incapacidad para construir un verdadero delirio como los que el director acostumbra a desplegar. El uso de objetivos de ángulo amplio, a los que recurre en otras obras para provocar en el espectador una incómoda, hiperbólica y sugerente sensación de misticismo, es menos frecuente en esta cinta. Ese peso descansa sobre un guion que, no obstante, flaquea a la hora de fascinar al espectador con un surrealismo que deriva en lo absurdo, y que cabalga entre una experiencia lisérgica encorsetada y un chiste sobre la idiosincrasia española bastante casposo.
Por ello, el último tramo de El hombre que mató a Don Quijote no podía sino ser un final amargo, a pesar del registro heroico con el que se rueda al protagonista, atrapado en su propia ambición. La cinta se deshace con un remate crepuscular para un loco con complejo mesiánico que, como Gilliam, y citando el libreto, se cree nacido para traer la edad de la caballería de vuelta a esta edad de hierro, pero fracasa a medio camino. Con este juego de espejos se cierra una película que el norteamericano se obcecó en realizar, pero que no resistió el camino y ha llegado a nuestros días con graves taras. Y los que la esperábamos, impacientes, nos hemos dado de bruces contra la figura de lo que resultó ser un viejo zapatero loco, disfrazado de caballero andante.