El estallido de la burbuja del abuso sexual en Hollywood ha sido, sin duda, uno de los asuntos más notorios y relevantes del 2017, y se ha llevado por delante a grandes (no tanto) figuras del cine y la televisión. En el marco de este escándalo, Netflix despedía a principios de noviembre a Kevin Spacey, quien en los primeros momentos de la plataforma fue su gallina de los huevos de oro, mucho antes de que nadie oyese hablar de ninguna cosa extraña. Spacey encabezó el ariete de contenidos de Netflix protagonizando la aclamada House of Cards. En la serie, Kevin Spacey es Frank Underwood, un congresista demócrata manipulador y despiadado que, menospreciado por su partido, se dedica a explorar los recovecos del maquiavelismo para destruir políticamente (no tanto) a cualquiera que se le ponga por delante en su ascenso a lo más alto de Washington.
Una vez destapado el caso de abuso sexual de Spacey hacia el actor Anthony Rapp en 1986, cuando este tenía 14 años, resulta imposible ver la serie con los mismos ojos. Después de lo revelado, la interpretación del actor protagonista adquiere un cariz aún más macabro, si cabe, que contribuye a la tenebrosidad ya propia de la serie.
Y es que House of Cards, sobre todo en su primera temporada, es espeluznante. David Fincher (Seven, Perdida), productor ejecutivo de la serie y director de algún que otro episodio, consigue mediante la unión de varias herramientas narrativas la misma sensación que, por otros medios, generaban Brian Azzarello y Eduardo Risso en el público en su 100 Balas: un irracional presentimiento de que, en cualquier momento, todo va a saltar por los aires.
El principal recurso que la serie utiliza para elaborar esta sintaxis terrorífica es la rotura de la cuarta pared. Bastante a menudo, Frank Underwood trasciende el argumento de la propia ficción y se dirige directamente a la cámara para hacer algún comentario; de esta manera, nosotros -los espectadores- vemos al Frank humano, interno, para así potenciar más al monstruo implacable que es de cara al resto de personajes. Al igual que ocurría con el Sherlock Holmes de Guy Ritchie, House of Cards trabaja con su protagonista a dos niveles: capa interior y capa exterior. La serie construye así la tensión: nosotros somos los únicos testigos de cómo se construyen las maquinaciones de Frank, los únicos que notamos ese aroma a sangre en el agua.
Este recurso a la cuarta pared no es una simple floritura. Como todo en las producciones de David Fincher, está planificado de forma magistral. Cuando Frank habla a la cámara, no utiliza vocativos, despersonalizando así el destinatario de su mensaje: los espectadores somos sus confidentes como bien podríamos ser su conciencia, y lo que vemos, una reflexión para su fuero interno. Esta es una estrategia narrativa brillante para dar profundidad al personaje de Frank; para mostrarlo humano, con sus motivaciones e intereses; y para hacernos cómplices de la construcción de su milimétricamente diseñada fachada.
Pero no es este el único método empleado en House of Cards para levantar, sobre un thriller político, un tono verdaderamente sombrío: también influye eso, la sombra. En concreto, su excesiva presencia. La fotografía de la serie es sobria, aséptica, y destaca por la presencia de sombras duras en lugares que, en condiciones normales, deberían estar bastante más iluminados. Completamente opuesta a El Ala Oeste de la Casa Blanca de Aaron Sorkin, House of Cards se desarrolla principalmente en despachos y oficinas de Washington que, a pesar de ser lugares de trabajo completamente funcionales, se alumbran con apenas un par de pequeñas lámparas de pie.
Esto, junto a una cámara que pocas veces se mueve sin ser estrictamente necesario -y que cuando lo hace es con sutileza y precisión quirúrgicas-, maquilla la acción de la serie en tonos tétricos sobre todo en la primera temporada. Estos aspectos son menos notorios de la segunda en adelante, únicamente porque el discurso de la obra se va matizando con los ascensos de posición de Underwood. Frank pasa de ser un trepa invisible para el resto a una figura relevante que se enfrenta a otros titanes y a las hormigas que intentan usurpar su lugar.
Tampoco puede decirse que todo esto sea algo raro; pues David Fincher, en general, da mal rollo. En su más reciente serie Mindhunter (también en Netflix) tenemos una situación parecida, pero más por su perturbadora trama que por una atmósfera nociva; y en la mayoría de sus grandes obras lo hemos visto explorar la psique humana desde posiciones retorcidas. House of Cards no iba a ser menos, y el showrunner deja claro desde el principio que este es un relato terrorífico. Si pensabais que Zoey, Peter Russo o alguien iba a ser capaz de plantar cara a Frank Underwood, entonces seguid viendo la serie. Porque Fincher siempre ha sabido construir monstruos. En este caso, un monstruo a partir de otro.
1 comentario
Demonizar al sujeto eximiendo toda responsabilidad social tira mucho pero no concibo quitarle méritos al legado del hoy innombrable Kevin Spacey. Esa serie sin él no es NADA.