Decía Rimbaud que “nos equivocamos al decir yo me pienso”, que “deberíamos decir me piensan, porque el Yo es otro”. Así se construyen identidades y, sobre todo, así han sido edificadas las identidades de los grandes artistas, en torno a un Yo subjetivo en el que participan los diversos contextos que rodean al artista y a su obra.
En el caso de Nan Goldin, su contexto es su obra. La fotógrafa estadounidense puede ser analizada como la artista que se construye a si misma mientras deconstruye los tópicos y valores del arte contemporáneo. Antes de hablar de la importancia de Goldin a la hora de escapar del orden establecido en los cánones artísticos contemporáneos, merece está reconocida mujer una presentación para aquellos lectores que por las desdichas de la vida no hayan conocido su obra.
Nan Goldin –en clave biográfica- nació en Washington en 1953. Durante su infancia tuvo que vivir, paradójicamente, el suicidio de su hermana mayor, lo que influyó determinantemente en la construcción de ese Yo subjetivo y mediado por el entorno del que hablaba Rimbaud. A los dieciocho años abandonó a su familia sanguínea –digo sanguínea porque si por algo es importante la obra de Goldin es por cambiar radicalmente el concepto de familia- y comenzó a vivir en Boston, mientras trabajaba en un conocido y, hoy, mitificado bar. Allí, trabajando en la noche, cambiará su concepción de familia y trasladará ese término a los amigos que retratará el resto de su vida.
La vida de Goldin vinculada a la noche, sus amistades –individuos travestidos, drogadictos o alcohólicos- y por supuesto su forma de ver el mundo, transformaron radicalmente su visión del arte. En su obra, retrata a su familia y presenta un dialogo narrativo en el que, a modo de álbum familiar, se excluyen los valores tradicionales de quietud y jerarquía, además de mostrar momentos vitales apartados de estos, como la muerte o el sexo. Si por algo destaca Goldin es por borrar las fronteras que delimitan la esfera de lo privado frente a lo público y esto es algo que se ve en sus fotografías donde sus amigos aparecen, a menudo masturbándose, discutiendo, amándose o donde la representación cronológica de su obra permite ver los estragos del sida en los retratos de sus seres queridos.
Podríamos decir que al retratar lo privado haciéndolo público, la artista hizo de su obra un acto político, pues el cambio conceptual de su obra, permite mostrar dentro del arte momentos no idílicos, como la muerte, la enfermedad, el sexo o el maltrato, el cual merece especial atención en el caso de Goldin.
La foto emblemática de Goldin, un autorretrato que enseña de forma digna el rostro de la artista contorneado por un rojizo hematoma, muestra que entre los valores idealizados del amor romántico y la esfera privada existe una pugna de dominación y violencia. Con ese famoso autorretrato, Goldin no solo enseña su fragilidad, sino que reniega de los valores románticos y muestra brutalmente, pero con posos y auras artísticas, la crudeza que se esconde tras la esfera pública romántica: violencia y maltrato.
La fotografía del moratón representa un momento de la vida de la artista, pero muestra también un problema de la sociedad que tiene precisamente que ver con la inverosimilitud de las representaciones idealizadas del amor romántico conforme a la realidad. Una realidad amorosa que está siempre sujeta a mecanismos de poder que alejan las relaciones de pareja de los paisajes bucólicos presentados por el arte y las industrias culturales contemporáneas.