Escribía Evan Puschak (The Nerdwirter) en uno de sus ensayos en vídeo que cuando un género audiovisual llega a un punto de inflexión pueden ocurrir cuatro fenómenos distintos: reafirmación, nostalgia, desmitificación y burlesque. En este último, se produce una ridiculización de los tropos comunes a las obras contemporáneas de ese género, con la intención de desviar hacia una vertiente más simpática la tendencia de unos productos audiovisuales que evolucionaban en una dirección más dramática. Conscientemente o no, American Vandal ha participado de este fenómeno.
Netflix presentó en septiembre esta nueva serie original, un falso documental sobre la dudosa acusación a un estudiante por parte de su instituto de haber pintado penes con spray rojo sobre los automóviles de veintisiete miembros del personal docente. Con esta parodia del “true crime documentary”, la compañía se ríe de sí misma y de sus producciones del mismo estilo, pero con base real como Making a Murderer o The Keepers. No obstante, American Vandal es más que una mera parodia, tiene un objetivo distinto a otros mockumentaries como el exquisito Operación Palace de Jordi Évole. Únicamente por su premisa, la serie ya resulta chocante en un primer momento; pero destila ganas de ir más allá, de no quedarse en la simple sátira.
American Vandal es una serie consciente en su propio entorno cultural. Surge como una respuesta bastante contundente a uno de los últimos grandes éxitos de Netflix, la viralísima 13 Reasons Why. No se posiciona en contra de su mensaje –ni mucho menos–, pero trata de llevar las cosas en otra dirección. American Vandal es el burlesque que aparece como consecuencia del dramatismo potente e incluso incómodo que la historia de Hannah Baker había dejado caer sobre las series de instituto. Uno casi podía sentirse mal viendo cualquier drama adolescente insulso después del amargo sabor de boca que 13 Reasons Why había dejado con sus imágenes, aunque quizá cuestionables, indudablemente poderosas. Pero American Vandal construye sobre eso: no pone en duda la importancia del mensaje de 13RW, pero sugiere que es hora de pasar página.
Por ello, se vuelve a estupidificar el instituto: se acabaron los arcos evolutivos y los personajes complejos. American Vandal presenta un elenco de figuras caracterizadas al máximo, no necesariamente profundas porque tampoco lo son sus referentes reales: los adolescentes son simples. Eso es lo que parece gritar la obra, que debemos abrazar lo ridículo y absurdo de esa etapa de nuestra vida. Al principio, es casi una oda a la imbecilidad inocente de la adolescencia; pero no por ello se queda en la superficie. Como se ve en la primera escena, con esa socarrona e imprescindible respuesta de Dylan, el acusado, a la pregunta de “¿Quién es Dylan Maxwell?”, el aura ridícula de la serie no es excusa para dejar de definir a sus personajes. American Vandal sienta unas bases sencillas y construye sobre esta simpleza.
Lo que ocurre a partir de ahí desprende un aroma que recuerda a lo que hizo hace unos meses Spider-Man Homecoming con el tono general de las adaptaciones cinematográficas previas del personaje. Se llevó a Peter Parker de vuelta al instituto, a donde realmente había pertenecido siempre. El filme mostró una actitud desenfadada, dando preponderancia al conflicto entre la vida privada y la labor “súper-heroica” del protagonista sobre los propios enfrentamientos contra los villanos. Esto supuso un movimiento diametralmente opuesto a lo que habían estado haciendo entregas anteriores como Amazing Spider-Man, y dio más fuerza al mensaje subyacente en la historia de la que había tenido hasta entonces.
Algo muy similar ocurre, entonces, con American Vandal, el burlesque de las series de instituto. Es un producto inteligente, una obra de contrastes. Por ejemplo, la duración de los episodios no ayuda especialmente a crear tensión, pues unos escasos treinta minutos suponen una dosis bastante sutil de trama en comparación con el estándar actual; pero encontramos numerosos cliffhangers, escenas de cierre que nos dejan con unas ganas irreprimibles de ver el siguiente capítulo. ¿Por qué? Porque lo que estamos viendo es realmente obra de uno de los personajes: el documental que Netflix publica es diegético, es ese documental con el que uno de los personajes, Peter, intenta exculpar al acusado. Por eso los creadores (los de verdad) colocaron esos detalles que se oponen de forma tan brusca a la delicada construcción de la trama, porque es lo que haría un estudiante de instituto si estuviera realizando este documental. Respecto a eso, es imposible no destacar el ridículo letterbox que retrata perfectamente cómo los adolescentes primerizos en lo audiovisual creen que unas bandas negras en la pantalla, por pequeñas que sean, harán que su obra quede más “cinematográfica” a ojos de los demás. Por eso este tira y afloja de aciertos y errores intencionados es tan interesante, porque permite que la serie hable sobre sus personajes a través de sus aspectos formales, más allá de la propia trama.
¿Por qué considerar que American Vandal es más una broma milimétricamente planificada que un intento fallido de crear dramatismo? Porque Dylan resulta inocente al final. Recordemos que esta es una parodia de los “true crime documentaries”, una ficción en la que los guionistas pueden comunicarse con el espectador a través de sus elecciones a la hora de construir el argumento. Podrían haber decidido que Dylan fuese condenado de forma injusta, entrando en un discurso pesimista y desesperanzado; pero no lo hicieron. No es una obra, por tanto, sobre las verdaderas consecuencias que tienen los actos que, en la inmadurez de los protagonistas, podrían considerarse cosas de críos. No se exploran las represalias contra Dylan, ni su entrada de bruces en el mundo adulto y las responsabilidades que eso implica porque no es condenado.
La prueba definitiva de esto puede encontrarse en ese giro de los acontecimientos que tiene lugar al final del último episodio, más bien propio del suspense barato de Scooby Doo. Ese absurdo plot twist se encuentra ahí porque cumple un propósito; a los guionistas no les interesa concienciar a nadie, sino resaltar lo ridículo del entorno estudiantil, que retratan como un ecosistema casi selvático. Aquí tenemos de nuevo este claroscuro, más un aderezo que un contraste: el drama estúpido rociado intencionadamente sobre una historia bastante bien planteada.