Hoy me ha venido a la cabeza una vivencia personal. Desde que era niña odiaba el rosa, la purpurina, las faldas y los vestidos. No soportaba las manoletinas ni los pendientes. Jamás pensé en maquillarme. Y en esta misma línea llegué al final de mi adolescencia. Y fue en ese punto en el que empecé a sentirme especialmente bien con aquello. Los chicos me decían: “no eres como las demás”. Y me encantaba. Pero han pasado los años y solo me queda una impresión de todo eso: ¿QUÉ?
No es nuevo para nadie el hecho de que, al nacer, un médico o médica nos examina los genitales y nos dice: “tú eres tal cosa”. Y ahí empieza una larga carrera en la que nadie nos deja elegir el camino, pero en la que nos obligan a competir a toda costa. “Tú tienes vagina, tú eres mujer. Vas a llevar unos patucos rosas y a jugar con cocinitas hasta que te convenzas de ello”. Con esto establecen un sistema de géneros binario que no deja lugar a nada más dentro del espectro y que nos condena a todos, en mayor o menor medida, a sufrir las consecuencias.
La mayoría de nosotras nacemos con un vestido muy pomposo debajo del brazo. Al poco de abrir los ojos, nos taladran las orejas sin consultarnos y nos dejan crecer el pelo. Nos lo peinan. Nos lo repeinan. Nos ponen veinte coleteros y treinta horquillas. Cuando ya tenemos edad suficiente para entender algunas cosas, abrimos el catálogo de juguetes y vemos unas páginas de color rosa que están llenas de niñas con bebés, cocinas y muñecas. Las azules tienen coches, juguetes de construcción y figuras de acción, pero en ellas no sale ninguna niña. Y entonces alguien apuesta por regalarnos un carrito de bebé. No lo hemos pedido esta Navidad, pero a Papá Noel le ha parecido bien, y aunque tampoco hemos pedido un Mecano, el viejo nunca se arriesga. Mejor el carrito. Después llega un día en el que vemos a las chicas maquilladas y “decidimos” que también queremos hacerlo o, como en mi caso, corremos por el pasillo huyendo de nuestra tía, que nos persigue con una paleta de sombras en la mano.
Años después, en el instituto, oímos eso de que “las mujeres maduran antes que los hombres”. Pero antes de eso a nosotras nos han obligado a aprender a cuidar de nuestros cuerpos (como si el hecho de que nos abusen fuese culpa nuestra), a no insultar, a sentarnos correctamente, a hacer nuestra cama, a hacer una tortilla, a pasar la aspiradora o a ser, en definitiva, las niñas buenas y delicadas que debemos ser. Pero eso es porque maduramos antes, claro, no porque a Juan Antonio, de 25 años, nadie le haya pedido nunca que se haga su cama. Es la naturaleza.
Y de ahí saltamos al mundo universitario y profesional. “Es que las mujeres eligen ramas peor pagadas” pero nunca “es que las opciones menos pagadas son, casualmente, las que tradicionalmente han ocupado las mujeres”. Y se nos mira muy raro si pedimos que se utilice la palabra “médica” aunque a nadie le sorprendió “modisto”. Cuando ocupamos ciertos puestos, nos damos cuenta de que estamos rodeadas de mujeres normativas, como, en mi caso, trabajando en una recepción o como promotora. “Ah, es que tú misma has ido a elegir esos trabajos tradicionalmente de mujeres”. No, esos son los trabajos en los que me han contratado; no os creáis que no envié mi solicitud para ser reponedora o mozo de almacén*.
Pero ¿qué hay de malo en todo esto? ¿Es terrible que a una mujer le guste llevar tacones? ¿Puedo ser feminista si soy secretaria? Estas preguntas, que suenan absurdas, son las que en ocasiones se hace una mujer que empieza a formarse en feminismo. No es terrible que una mujer lleve tacones, lo terrible es que se la obligue a llevarlos o que se encasillen en nuestro género. Podemos ser feministas, aunque ocupemos posiciones tradicionalmente asociadas a la mujer o, aunque reproduzcamos estereotipos porque, en definitiva, es así como hemos sido educadas.
El proceso en el que nos damos cuenta de que hay inclinaciones que no son producto de la libre elección se conoce como “deconstrucción”. Y suele ocurrir que, huyendo de estos encasillamientos (siempre asociados a la debilidad y la sumisión) nos vayamos al otro extremo. Es genial y perfectamente válido llevar nuestro pelo corto, pantalones de camuflaje y no gastar un solo euro en maquillaje, pero deberíamos trabajar en desconectar esa apariencia culturalmente “masculina” con la fuerza, la valentía y la capacidad. No hace falta rechazar el rosa o vestir de soldado para ser la mujer que queramos ser: somos válidas en vestido y delantal, siendo madres, siendo bomberas, con una larga melena rubia o con la cabeza rapada al cero, con pechos, sin ellos, con pene, con canas, con arrugas, con estrías, con tutú de princesa o en sudadera y vaqueros.
Por todo esto, uno de nuestros objetivos es romper los roles de género. Y sí, lo sé, no es algo que pueda hacerse de un día para otro, pero es clave empezar a ser conscientes de esta realidad. Así que, si alguna vez conoces a algún niño que quiera para Navidad una cocinita, a una mujer que nunca se maquille o a un joven que se pinte las uñas, no cuestiones sus decisiones o intentes hacerles cambiar de opinión. Recuerda: poco a poco están cambiando el mundo.
*Nunca he oído lo de “moza de almacén”. ¿Vosotras sí?