Hace unos días que en la oficina hemos vivido una auténtica revolución. Ha llegado a nuestro día a día la todopoderosa Inteligencia Artificial, esa que cada mañana se abre en nuestras pantallas y que después de darte los buenos días te pregunta qué puede hacer por ti.
El auxilio de este nuevo asistente abarca innumerables tareas, algunas más complejas y otras tan sencillas o rutinarias como redactar la respuesta a un correo electrónico. Algunos de mis compañeros han abrazado esta nueva herramienta con verdadera ilusión, viendo como una auténtica victoria el no tener que responder por sí mismo un simple email.
Pero yo sólo hacía preguntarme en qué vamos a invertir ahora esos segundos o minutos que ahorraremos en la redacción de ese correo. La productividad, esa palabra cuyas acepciones considero que están tomando peligrosos derroteros en los tiempos que corren.
Entiendo que la adorada IA pueda mejorar nuestras vidas a niveles que ni siquiera imaginamos. Pero caí en el error de pensar que esas mejoras solo se plasmarían, por ejemplo, en una inteligencia que fuera capaz de extirpar un tumor, hace años inoperable; o en una que fuese capaz de rescatar a las potenciales víctimas de una catástrofe sin peligro para bomberos o fuerzas y cuerpos de seguridad.
Pero resulta que su poder es tal que, además, nos va a librar de la única cosa que diferencia al hombre de la máquina, que no es otra tarea que pensar. Y me temo que con ella agonizan lentamente de igual modo los verbos crear o imaginar.
Me pongo a pensar en lo que cuesta arrancar el primer día de trabajo tras unas vacaciones y me imagino la magnitud del daño que traerá consigo la falta de ejercicio de ese órgano supremo que es el cerebro.
Me pregunto quién orquestará las próximas revoluciones o los grandes cambios sociales si las generaciones que vienen están llegando al extremo de pedirle a ChatGPT que resuma en menos de cinco folios La casa de Bernarda Alba, que redacte una felicitación de cumpleaños para un ser querido o que transforme nuestra imagen en un personaje de Disney. Me pregunto hacia dónde nos está llevando tanta tecnología si hasta los profesores que corrigen trabajos universitarios o de másteres tienen que usar una IA para detectar si el alumno ha usado otra.
Para que no se me acuse de detractora de esta revolución proclamaré que Inteligencia Artificial sí, pero aquella que, por ejemplo, me libere de perder la tarde del domingo en aquellas tareas mecánicas (y no cotizadas), como cocinar, lavar y planchar para afrontar la semana laboral. Esa que me permita invertir mi tiempo en leer, escribir, pintar, pasear o simplemente aburrirme, actividad que ha demostrado a lo largo de nuestra historia ser el origen de las más grandes ideas.
Al menos me queda el consuelo de no ser la única que sigue pensando cuán necesarias son las letras, la filosofía y el humanismo por encima de cualquier máquina. Ya lo decía Antonio Gala hace más de treinta años.: «En ese futuro tecnológico las relaciones serán más sencillas pero infinitamente más aburridas. La inteligencia natural será sustituida por una artificial que ayudarán a la gente, no a conseguir la felicidad probablemente, sino a pasar el tiempo»
Me imagino que si supiera cuán acertada ha sido su predicción, estará ahora mismo golpeando el suelo con su bastón, llamando a nuestra cordura, por si aún estuviéramos a tiempo de salvarnos del desastre.