Recuerdo cuando tenía once años y me regalaron por mi cumpleaños un set de maquillaje. Era una caja rosa chicle con dos compartimentos. Uno de ellos tenía tres tonalidades de color para las mejillas y cuatro tonos de brillo de labios y el segundo unas seis sombras de ojos. Gasté primero la de color celeste sin ser consciente en aquel momento de lo mal que me sentaba. Maquillarse en aquel momento era al fin y al cabo un juego.
Recuerdo que a los catorce ya empecé a usar lápiz de ojos (por la línea de agua pues el eyeliner aún no se llevaba), y rímel. Y unos polvos de Maderas para la cara que mi abuela me compraba en la droguería. Si la adolescencia tuviera un olor, para mi sin duda sería el de esos polvos.
Con los años entró en escena la cosmética y he de reconocer que fui tardía en comparación con algunas amigas cuando me compré mi primera crema hidratante con veintitrés años. Luego llegaron el serum, el contorno, la niacinamida y el todo poderoso retinol para hacerme entrar en la treintena con más de diez botes en la mesita de noche. Y todo este ritual de hidratación antes del maquillaje que ya abarca mucho más que un lápiz de ojos y unos polvos, por supuesto.
He echado la mirada atrás en mi incursión en el mundo del maquillaje y cuidado facial porque estoy intentando averiguar en qué momento las generaciones que vienen se han pasado el juego, sin haber pisado siquiera la casilla de salida.
Veo a diario chicas que no alcanzan los veinticinco y que ya son expertas bótox. Sin hablar por supuesto del relleno de labios con ácido hialurónico que parece que está de oferta. Me pregunto si esos labios, esos pómulos o esa frente después de tanto estirar podrían volver a su estado original o si, al igual que un globo relleno de helio, acaban desinflándose, quedando en un estado lamentable.
No sé si la culpa es del concepto de belleza que se impone actualmente a las mujeres (la mayoría de las veces por otras mujeres), o del famoso filtro de TikTok, pero sinceramente pensé que habíamos ganado mucho terreno en esa batalla. Quizá el fallo sea que no hemos sabido transmitirlo a las que vienen.
Que está muy bien cuidarse y verse guapa, pero pensemos bien hasta qué punto esto se está convirtiendo en una excesiva exigencia social. Sólo tenemos que echar un vistazo a las caras (y nunca mejor dicho), más reconocidas en redes sociales o en programas de televisión de máxima audiencia para confirmar esta realidad. En el juego que marcan esas influencias para la mayoría de la juventud solo hay dos casillas: o bótox o filtro.
Me imagino dentro de unos años una sociedad llena de Donatellas Versace, de mujeres de treinta y pocos años con caras de octogenarias. Curioso que con el tiempo el efecto de estos retoques sea paradójicamente el contrario.
Quizá no se está advirtiendo lo suficiente del peligro que tiene esta imparable moda del filtro y retoque. Quizá todavía no hemos aprendido que verse guapa está muy bien pero que el amor propio y el aceptarse a uno mismo está muchísimo mejor.