Octubre es el mes de los atardeceres rosados. El otoño se hace más presente en los cielos donde las nubes que han esperado el fin del verano se visten ahora de rosa. Octubre también se viste de rosa en los millones de lazos que engalanan el calendario en busca de concienciación.
Este mes se celebra el Día Mundial contra el Cáncer de Mama, una enfermedad que por todos es sabido se presenta como el tumor maligno más frecuente en la población femenina.
Es fácil colocarse ese día el lazo rosado en el cuello de la camisa pero siempre he imaginado que debe ser muy difícil para aquella persona que haya pasado por ese terrible sendero. Me imagino a todas esas mujeres testigos y protagonistas de los efectos de una doble mastectomía mirándose al espejo para colocar el lazo, recordando aquellos tiempos en los que se lo ponían «por ellas», ignorando por completo que ese ellas nos incluye a todas.
Es como cuando ves en las noticias que un terrible tsunami lo ha destruido todo en algún país en vías de desarrollo. «Eso no pasará aquí». «Eso no me puede pasar a mi».
Y un día de repente llega el tsunami.
En estos días en los que tanto se hablará de investigación, de financiación, de prevención (tan importantes y necesarias por supuesto), me paro a pensar en un factor que quizá queda un poco en segundo plano. Me paro a pensar en la reconstrucción, en volver a levantar lo que el tsunami ha dejado roto, devastado.
Siempre he pensado que cuando una mujer sobrevive a un cáncer de mama, cuando por fin está limpia y sana, debe sentirse inmensamente agradecida con la vida. Pero sé, con conocimiento de causa, que a algunas les cuesta no mezclar ese sentimiento con la impotencia, con la rabia de no reconocerse como la mujer que fue.
Me gustaría que este octubre traslademos también con más ímpetu el mensaje de que todas las cicatrices son igual de bellas. Creo que es necesario insistir en estos tiempos en los que la religión del filtro se impone, que la imperfección de nuestros cuerpos es precisamente la que nos hace perfectas, por el simple hecho de ser únicas. No olvidemos nunca que nuestro valor como persona no es lo que pueda reflejarse en un espejo, sino que son los ojos del alma los que saben ver la verdadera belleza.
Es duro aceptar que ya nunca volverás a ser la misma, pero créete que debajo de ese pañuelo, detrás de esas cicatrices eres tan hermosa como cualquiera de esos atardeceres que nos regala cada día el otoño.