Vivimos a base de palos. Se nos complica, a veces, el destino y nuestro día a día de las formas más rocambolescas que podamos imaginar. Lloramos y reímos continuamente. Unas veces con motivo, otras de forma injustificada, y otras veces lo hacemos porque directamente nos sale de dentro o porque no nos queda otro remedio que hacerlo para sentirnos mejor en nuestro interior. Como si con cada suspiro se nos fuera la presión que sentimos, la oscuridad que asoma en nuestra mente.
Sufrimos diariamente, lo cual no quita que también sepamos aprovechar los buenos momentos que nos regala la vida. Pero sufrimos. Vaya que si lo hacemos. En la actualidad, vivimos en una sociedad en la que es muy complicado encontrar un trabajo decente, donde las enfermedades afloran y la contaminación está rompiendo nuestro planeta. Todo apunta a que nuestra generación vivirá peor que la de nuestros padres, y a este paso, que la de nuestros abuelos. La ansiedad y la depresión son la orden del día en las consultas médicas y en los problemas de muchas personas de nuestro entorno y que nosotros mismo lo desconocemos porque son, por desgracia, un tema tabú.
Sin embargo, hay ocasiones en los que la vida parece sonreírnos y nos llega un rayo de sol entre tantas nubes y tras muchas tormentas. Ese rayo de sol entra y sale, iluminándonos con incertidumbre y sin saber cuánto tiempo permanecerá. La alegría nos llega de distintas formas, pero nosotros mismos nos obsesionamos con destruir la felicidad que nos viene dada de forma casual y fácil. No somos conscientes de la suerte que tenemos al encontrar algo o alguien a quien buscábamos (o no) y nos empeñamos en complicar las cosas que son o que deberían ser fáciles. Porque hay acciones del ser humano que son sencillas y fáciles por naturaleza. Porque el querer, amar, son comportamientos y sentimientos inherentes a las personas, y eso es precisamente lo que nos hace distintos de otras especies del mundo.
Somos expertos en complicar lo bueno que tenemos y lo bueno que nos llega en la vida. Como si no fuéramos conscientes de que estas situaciones que nos hacen felices pueden que no se repitan más. Porque a veces pesa más el “yo” que el “nosotros”. Hablo de encontrar personas, situaciones o contextos que no tienen por qué repetirse. Somos nosotros mismos los que nos ponemos la etiqueta del yo mismo y el individualismo en la frente para ir contra todo lo que se nos ponga contra nuestro deseo, como si nuestros objetivos y sueños en la vida no pudieran modificarse sobre la marcha, compartirlo con otras personas o cambiando destinos. Eso es precisamente lo que nos distingue de un robot o una máquina. Que el destino y la casualidad (y causalidad) de nuestro porvenir no es una hoja de ruta que tengamos que cumplir bajo cualquier condición. No. Por suerte, tenemos la posibilidad de elegir sobre nuestro futuro, con altas probabilidades de equivocarnos, o al menos en mi caso. Pero está en nosotros mismos el decidir cómo, cuándo y con quién. No es limitar los sueños ni los objetivos de nadie. Es compartirlo. Y, por supuesto, no caer en la estúpida trampa de decir que lo que pase o pasará es simplemente porque el destino lo quiere así, o por que las cosas estaban escritas así y de tal forma para nosotros. Es una forma bastante simplona de explicar lo que nos sale bien o nos sale mal, porque en la mayoría de los casos podemos cambiar nuestro destino. Otra cosa es que no seamos lo justamente astutos como para reconocerlo o lo suficientemente sinceros para aclarar lo egoístas que somos y que lo demás no importa en tu vida como para compatirlo con otras personas o hacerlas partícipes.
Por desgracia, el tiempo es lo único que nos da o nos quita la razón. Y, como siempre, llega tarde para cuando nos arrepentimos tras pensar en lo que fue y no pudo ser y en lo que pudo ser y no fue. Pero para entonces, habrá sido así porque el destino lo quiso o porque no estaba para nosotros.
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Genial, Pablo.