Érase una vez un delantal, un guiso, unas manos sabias y arrugadas. Un pelo blanco nieve, un olor familiar. Érase una vez un beso apretado, un corazón sin límites.
Érase una vez una infancia eterna, un cómplice de travesuras, una merienda a deshoras.
Érase una vez una despedida.
Seguro que te suena este final de cuento.
En estos días pienso mucho en lo que supone crecer. Es un hecho que ocurre cada día, cada segundo y que durante mucho tiempo no somos conscientes de que lo hacemos, como respirar o pestañear. Y de repente nos sorprendemos cuando miramos hacia atrás y nos damos cuenta de que han pasado años desde que aprendimos a montar en bicicleta o desde nuestro primer beso.
Pero hay algo que creemos inmutable en esto de hacerse mayor y es que no concebimos que aquellos que nos acompañan en ese proceso, los que nos ayudaron a levantarnos de nuestra primera caída de la bicicleta o los que nos dieron consuelo la primera vez que nos rompieron el corazón, también sufren el paso de los años.
Cuando somos jóvenes tenemos la tendencia a pensar que nuestros padres y, especialmente, nuestros abuelos son seres excepcionales y permanentes en el tiempo cuyos relojes interiores se detuvieron en el momento en que llegamos nosotros. Y que, a partir de nuestra entrada en escena, su misión en esta vida es complementar la nuestra, estar a nuestro lado y vernos crecer en todos los sentidos, siendo ése precisamente el sentido de su felicidad.
Si te paras un segundo a pensarlo recordarás a tus abuelos siendo siempre eso, abuelos. Para ellos no hay pasado ni futuro pues para ti siempre estarán ahí.
Y qué duro es el momento en el que descubrimos la trampa en la que hemos caído. Cuando la realidad nos golpea y nos damos cuenta de que, por suerte, ellos también envejecen.
En mis reflexiones sobre lo que supone hacerse mayor me he topado con el significado de la palabra despedida porque, como ya sabemos, al final del cuento siempre llega el adiós. Despedirse significa pedir permiso para marcharse. Qué agradecidos debemos estar los que podemos hacerlo en su debido momento, en el hogar, con la familia y dando gracias también al cielo por todo lo que hemos compartido con esa persona que está pidiendo permiso para dejarnos.
En estos días también he podido aprender otra valiosa lección. Y es que cuando en tu cara no se distinguen las lágrimas de tristeza con ésas otras de agradecimiento, podemos sentirnos bendecidos y solo entonces nos dolerá un poco menos sentir en nuestro interior las palabras: «permiso concedido».