No existe manual que convenza a aquel que lo tiene en sus manos de que la derrota es un sentimiento fugaz. Tras los resultados de las elecciones de la capital son muchos los madrileños que experimentan una sensación de decepción y sabor amargo en sus bocas. ¿No hemos hecho suficiente? ¿Qué ha fallado? Las urnas han hablado, Díaz Ayuso ha sumado más que el bloque de la izquierda. Los tres partidos que conforman el mismo inician una temporada de reflexión, asunción de responsabilidades y sobre todo de renovación o suicidio político.
Tenemos que desinstalar de nuestra mente la dicotomía izquierda y derecha para comprender lo sucedido. En esta campaña no ha habido un trasvase puramente ideológico sino una consecuencia, entre otras, de la comunicación política practicada por cada uno de los partidos. Nuestra sociedad es una sociedad de marketing en la que el emisor, es decir, el líder carismático, y el mensaje político juegan un papel fundamental. Ya Weber hablaba de la emotividad de masas, hoy llamada política de las emociones, y en eso ha basado su campaña Díaz Ayuso. La popular ha apelado a conceptos y símbolos apreciados por gran parte de la ciudadanía que en estos tiempos de pandemia se basta con la más mínima bocanada de aire fresco que no perjudique su status quo. Libertad y cañas, ¿qué más queremos?
El estado de alarma ha trastocado tanto la rutina de los españoles que la conformidad ha tocado fondo. Ayuso se ha servido de símbolos aceptados y utilizados por sus paisanos para así apelar a su uso y autoidentificación que indirectamente suponen o llegan a generar cierta identificación con su partido. No es suficiente apelar a la empatía cuando hemos creado un monstruo que no sabe mirar más allá de su ombligo y menos en las circunstancias en las que nos encontramos. La mayoría de madrileños no buscaban una renovación educativa o en materia sanitaria, solo querían seguir igual, esto es, no verse perjudicados. Los mensajes que Ayuso ha emitido no versan sobre su proyecto sino sobre su imagen y lo que representa, ella es el símbolo. ¿Podríamos hablar de una nueva Feijóo? En cierto modo sí y no. Díaz Ayuso ha sabido dirigir su campaña dentro de los límites entre los cuales se mueve el gallego otorgando algo más de protagonismo a su organización. Lo que está claro es que ha triunfado y mucho.
En el siglo XIX la política era una confrontación de ideas, hoy es solo una construcción de personajes sobre personas reales, un duelo de retórica y persuasión unidas. Decía Aristóteles que la retórica es la facultad de considerar en cada caso lo que cabe persuadir. No se trata de promulgar la verdad, algo relativamente abstracto, sino de buscar en la ciudadanía las razones que podrían motivarles a otorgar su confianza a determinado candidato. Aquí entra en juego Gabilondo. Usando nuestra tan amada filosofía obtendremos la respuesta de porqué un candidato tan preparado y que rebosa empatía ha sido adelantado por la derecha por una candidata que podría tildarse de populista. «Los razonamientos más aplaudidos son los que una vez iniciados se ven, sin ser superficiales – pues los oyentes sienten la satisfacción de haberlos previsto – y aquellos que solo tardan en ser comprendidos cuanto dura su enunciado» afirmaba Aristóteles. Ángel Gabilondo posee una altura diferente a la demandada por la política contemporánea, sus argumentos exceden la complejidad máxima tolerada por su electorado. Mientras el socialista hablaba de Kant en sus mítines, Díaz Ayuso hablaba de cervecitas y de la mal entendida libertad individualista, «que cada uno haga lo que quiera, eso es Madrid».
La retórica de la izquierda ha fallado mas no ha sido lo único.