Esta mañana fui al supermercado. Mientras caminaba por los pasillos ojeando uno a uno los productos apilados en las estanterías, reflexionando a la vez sobre cuál escoger, caí en la cuenta de que no solemos comprar aquello que nos place por completo, sino que nos guiamos por lo que otorga más peso a la balanza, es decir, lo menos malo.
Tenemos la percepción de que el producto jamás será lo suficientemente bueno. Las demandas cambian y con ello las ofertas. Esta constante mutabilidad supone una traba para lograr el fin productivo en sí mismo, la satisfacción. Pero, ¿satisfacer a quién?
Nuestro modelo de sociedad, que se sustenta en la inmediatez y la temporalidad, ha salido victorioso del proceso de selección natural llevado a cabo por el sistema capitalista. La criba ejercida por «el grande» ha obtenido como fruto un sistema maleable a su antojo mas no al del resto, cuyo engranaje se ha cobrado más de una vida y que brilla por la ausencia de humanidad. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Cuando hablamos de la evolución del capitalismo es necesario referirnos a la productividad como una de sus principales ramas en el caso de no querer considerarla la de mayor peso. Hacer y deshacer, producir y consumir, un ciclo que no cesa y cuya separación entre fenómenos se reduce a ritmos preocupantes. El gigante siembra, nosotros recogemos y mercantilizamos. No sólo son productos un coche o una prenda de ropa sino también nosotros y nuestra mano de obra. Los hombres y mujeres no escapamos de esta consideración una vez que respondemos de manera autómata a las exigencias del sistema, ya no somos solo medios, también productos.
Me explico. Tenemos integrada la eficiencia en nuestra mente como principio rector de nuestras vidas. «No hemos hecho lo suficiente», «podría haber hecho más». Esa sensación de insuficiencia y decepción con nosotros mismos que aparece cuando no nos encontramos trabajando o realizando actividades encuadradas dentro de la esfera de la eficacia es algo artificial que se nos ha grabado a fuego de forma muy deliberada e intencionada como método que garantice la no rebelión contra el sistema. Debes estar siempre ocupado, produciendo, intentando ser el mejor, no obstante, para este sistema nunca serás bastante, y no es por ti, es por él y su supervivencia.
Nos hemos convertido en simples cajas de cereales apiladas sobre una balda de un supermercado. Cada una con unas cualidades distintas pero que sirven para un mismo fin, consumirse.
Los más perjudicados, la Generación Z
Desde 1979 la productividad ha aumentado casi en un 70%, sin embargo, el salario solo ha experimentado una subida del 11,6% según datos del 2019. ¿La conclusión? Mayor precariedad y explotación. Una generación que por su contexto avanzado debería disfrutar de las mejores condiciones de vida está abocada a apretarse el cinturón. No dejemos que los más jóvenes terminen de convertirse en máquinas que no vean más allá de resultados. La vida es más que eso. Me remito a El club de la lucha. «La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida».
La solución a esta productividad y consumismo que nos asfixian pasa por construir progreso de forma real y con impacto, en otras palabras, por el socialismo.