Al final el periodismo siempre sabe cómo salir ganador de los asuntos espinosos. Y la cuestión sobre Pablo Iglesias atacando, supuestamente, a Álvaro Carvajal de El Mundo, en la presentación del libro ‘En defensa del populismo’, de Carlos Fernández Liria, ha sido ampliamente aprovechada por parte de algunos para pintar (una vez más) al líder de Podemos como arrogante, narciso y despótico. Y poder finalmente afirmar en negro sobre blanco: “¿Veis? Es que Pablo Iglesias no quiere la libertad de expresión”, sin poner en absoluto en discusión el efectivo papel de la prensa.
Para reflexionar sobre lo suceso hay que hacer un ejercicio de abstracción, dejando la historia por encima de los debates políticos, aunque entiendo no sea fácil debido a la actual situación del país. Sin embargo, a pesar de que a algunos lo ocurrido le venga muy bien para reforzar la imagen de Iglesias como un déspota antidemocrático, es necesario intentar ir más allá del simple suceso, porque el debate que le siguió después subtiende algo bastante grave.
Los artículos que han salido en estos días hablan de ataques a la libertad de expresión y opinión, unas acusas que dañan mucho al partido y que, sin ningún género de duda, son falsas. Cualquiera con juicio que haya escuchado el debate que se hizo en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, dirá que las palabras de Iglesias se han manipulado para atacarle y dibujarle como un prepotente y rencoroso frente a quienes hablan mal de él. Y eso, pues, es la demostración de que, en el fondo, el líder de Podemos tenía razón y que existe un problema con el periodismo, pero decirlo en voz alta en un debate universitario significa atacar la libre información, en vez de una invitación a un examen de conciencia. Aunque es cierto que el error de Iglesias fue personalizar el ejemplo, esto no quita la verdad subyacente sus palabras.
Hoy en día, Pablo Iglesias es, ante todo, el Secretario General de Podemos, esto es indudable, pero también es un profesor honorifico de la Complutense y un intelectual, razón por la que habría que hacer un esfuerzo para dejar de ver las cosas siempre a través de un único filtro, el de las elecciones políticas. En ese preciso momento Iglesias era ante todo profesor, y en el espacio académico las críticas y las provocaciones no solo son concedidas, sino que son verdaderamente necesarias para estimular el razonamiento crítico, principal objetivo de la universidad. Así funciona la Academia, y que guste o no guste, la universidad es, al menos en teoría, un espacio de reflexión y debate sobre la actualidad del mundo.
La malinterpretación voluntaria de las palabras de Iglesias por parte de distintos periodistas, rectos paladines de la libertad de expresión, barre la suciedad debajo de la alfombra, pero no borra el problema: lo agrava. Es el problema de un discurso público siempre votado al políticamente correcto: que, al final, acaba siendo el paradigma del victimismo.
Nos tapamos los oídos frente a cualquier crítica que no nos guste, como si esto ayudara a crecer como sociedad. Ya no somos capaces de ponernos en discusión; ignoramos las críticas y atacamos a quienes las lanzan. El problema aquí no está en un líder de partido que está en contra de la libertad de expresión: está en un periodismo plegado a distintos poderes, políticos y comerciales, e incapaz de reconocerlo. No es ninguna novedad que los periódicos tengan que respetar una determinada línea editorial y la necesidad de vender noticias, teniendo en cuenta los intereses de los financiadores, y no es ninguna novedad porque todos somos bien conscientes de ser antes todo consumidores, más que ciudadanos. El problema está en la cantidad de veces no nos damos cuenta de que se vende la opinión como información, y lo peligroso que esto puede ser.
Por esta razón, es necesario que seamos más críticos frente a reacciones como estas por parte de la prensa, ambos que se trate de Pablo Iglesias o cualquier otro secretario de un partido. No podemos razonar según preferencias políticas, simplemente porque el asunto aquí no va de política. Es una demostración por parte de unos periodistas de no tener la consciencia propiamente limpia, utilizando al derecho a la libertad de expresión para volverse intocables.
Se ha acusado a los que aplaudían desde el público de representar a una parte de la sociedad española que “no sabe distinguir entre bien y mal”, donde Podemos es obviamente el mal. Una aproximación tan maniquea y tan simplista, que si se queda exenta de críticas puede venderse como justa, y hacer que nos olvidemos de la Ley Mordaza, de los recortes a la educación, y todos los reales ataques políticos a la libertad de expresión y opinión.
Ignorar las reacciones de la prensa, los titulares y las imágenes utilizadas para la noticia, tiene el peligro de lograr convencernos que, mientras Pablo Iglesias se porta como un dictador, la prensa se mantiene limpia, objetiva y libre de juegos de poderes, paladín inmaculada de los derechos y las libertades. Y cualquiera se atreva a decir el contrario, subrayando los problemas reales de la prensa en la era del consumismo, se tachará de antidemocrático e incapaz de reconocer la banalidad del mal.